martes, 24 de febrero de 2015

Baraka

Un reciente artículo en la revista Science (http://www.sciencemag.org/content/347/6217/78)
 ha concluido que las diferencias en el riesgo de padecer un determinado cáncer está fundamentalmente relacionada con el número de divisiones que las células madre del tejido en el que se origina  tiene que hacer a lo largo de la vida para mantener su integridad. El corolario de la investigación señala que, de acuerdo a este modelo, solo un tercio de los cánceres se deben a factores ambientales y los dos tercios restantes son atribuibles sencillamente a la “mala suerte”, es decir, a errores impredecibles en la copia del ADN durante el proceso de división celular de estas células madre. A mí me resulta muy llamativo ver escrita la palabra “suerte” en un artículo científico de nivel. Seguramente los autores del artículo querían tener impacto mediático (y lo han conseguido) mencionando a la diosa Fortuna en la maldición de padecer un tumor maligno. En realidad lo que ellos dicen –y que queda oscurecido por el titular- es que la mayor parte de los cánceres no se explican  por factores ambientales o por estilos de vida sino que se originan en fallos de procesos biológicos sobre los que no tenemos ningún control. La cuantificación que hacen es jorobada porque puede debilitar los grandes esfuerzos en prevención del cáncer en los que andamos metidos desde hace años. En cualquier caso, esta apelación a la suerte dentro de una investigación seria realizada por científicos muy prestigiosos permite hacer alguna reflexión interesante.

 Uno de los elementos culturales más definitorios de una sociedad es el valor que sus miembros le dan a la suerte. En general  las sociedades menos desarrolladas tecnológicamente atribuyen a la suerte un porcentaje muy importante en el  resultado de una acción.  También las personas más desfavorecidas son las que tienden a pensar más en la suerte como explicación última. Dese su origen la ciencia no ha hecho otra cosa que achicarle los espacios a la suerte. Quizá éste ha sido su gran motor oculto. El método general para secar el mar oscuro de la suerte ha sido doble: por un lado cuantificar el azar a través de cálculos estadísticos que indiquen la probabilidad de que un fenómeno concreto ocurra; y por otro investigando los mecanismos últimos por los que ocurren las cosas. Un ejemplo de esto último son las Leyes del Movimiento que permiten predecir, conociendo las condiciones iniciales, dónde caerá una bala de cañón. Gracias a estos avances, hoy en día está claro para todo el mundo que la probabilidad de que te toque la lotería es proporcional a la cantidad de números que compres. Aun así todo comprador de lotería alberga la esperanza de que una fuerza extranatural  le otorgue una probabilidad mayor que al resto de competidores. Los rituales que se emplean para inclinar la balanza del azar son de sobra conocidos y muy practicados y generalmente inofensivos.

El esfuerzo de la ciencia por arrinconar al azar y a las sombras que lo acompañan ha sido notable. A mí me llamó la atención cuando viví en Inglaterra la resistencia de los anglosajones a aceptar que los accidentes –domésticos, de coche, de aviones- eran fortuitos y por lo tanto explicables por el simple azar. Investigándolos a fondo vieron que en la mayor parte de los casos en un accidente había unas relaciones causales identificables y que se podrían haber prevenido en muchos casos. En casos con estos ha sido muy beneficioso para todos echar luz sobre estos dramas para comprenderlos y prevenirlos. Gracias a esto, por ejemplo,  los aviones se caen menos y van disminuyendo los muertos en accidentes de tráfico o hay menos problemas con las anestesias quirúrgicas.  


Cuanto más complejos son los sistemas más difícil lo tiene la ciencia para arrojar luz. Y no hay sistema más complejo que la propia vida. Imaginen lo que se complican las cosas cuando se trata de aplicar un modelo probabilístico basado en un montón de observaciones a un accidente vital. Un buen ejemplo es tratar de responder en una consulta médica a la pregunta “¿Por qué me tengo que morir yo de cáncer con 35 años?” Apelar a la suerte o a la existencia de seres y fuerzas sobrenaturales es el camino más corto para obtener una respuesta que siempre será insatisfactoria.  El reverso de la moneda para un envite así tiene otra palabra a su altura: milagro. La probabilidad es como una nube siempre encima de nuestras cabezas: cada tanto se condensa y o te cae el maná o te llueven chuzos de punta. Es difícil de asumir que tu destino próximo depende de un mal día de una ADN polimerasa en una célula madre que se estaba dividiendo y que tropezó en un nucleótido que nadie vio. Y esto le puede ocurrir al que nunca fumó, se mantuvo a dieta, hizo ejercicio regular, iba a misa los domingos y se mantuvo fiel a su esposa. Cuando al azar se le desnuda de cualquier componente ético se queda insufriblemente desnudo: no hay nada más difícil de digerir que la pura mala suerte: el último término para el que no hay ya ningún consuelo más que el del punto final.

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