Un
reciente artículo en la revista Science (http://www.sciencemag.org/content/347/6217/78)
ha concluido que las diferencias en el riesgo
de padecer un determinado cáncer está fundamentalmente relacionada con el
número de divisiones que las células madre del tejido en el que se origina tiene que hacer a lo largo de la vida para
mantener su integridad. El corolario de la investigación señala que, de acuerdo
a este modelo, solo un tercio de los cánceres se deben a factores ambientales y
los dos tercios restantes son atribuibles sencillamente a la “mala suerte”, es decir,
a errores impredecibles en la copia del ADN durante el proceso de división celular de estas
células madre. A mí me resulta muy llamativo ver escrita la palabra “suerte” en
un artículo científico de nivel. Seguramente los autores del artículo querían tener
impacto mediático (y lo han conseguido) mencionando a la diosa Fortuna en la
maldición de padecer un tumor maligno. En realidad lo que ellos dicen –y que
queda oscurecido por el titular- es que la mayor parte de los cánceres no se
explican por factores ambientales o por estilos de vida sino que se originan en fallos de procesos biológicos sobre los
que no tenemos ningún control. La cuantificación que hacen es jorobada porque puede debilitar los grandes
esfuerzos en prevención del cáncer en los que andamos metidos desde hace años. En
cualquier caso, esta apelación a la suerte dentro de una investigación seria
realizada por científicos muy prestigiosos permite hacer alguna reflexión
interesante.
Uno
de los elementos culturales más
definitorios de una sociedad es el valor que sus miembros le dan a la
suerte.
En general las sociedades menos
desarrolladas tecnológicamente atribuyen a la suerte un porcentaje muy
importante en el resultado de una acción.
También las personas más desfavorecidas son las que tienden a pensar
más en la suerte como explicación última. Dese
su origen la ciencia no ha hecho otra cosa que achicarle los espacios a
la
suerte. Quizá éste ha sido su gran motor oculto. El método general para
secar el mar oscuro de la suerte ha sido doble: por un lado cuantificar
el azar
a través de cálculos estadísticos que indiquen la probabilidad de que un
fenómeno concreto ocurra; y por otro investigando los mecanismos
últimos por los que ocurren las cosas. Un ejemplo de esto último son las
Leyes del Movimiento que permiten predecir, conociendo las condiciones
iniciales, dónde caerá una bala de cañón. Gracias a estos avances, hoy
en día está claro para todo el mundo que la
probabilidad de que te toque la lotería es proporcional a la cantidad de
números que compres. Aun así todo comprador de lotería alberga la
esperanza de
que una fuerza extranatural le otorgue una probabilidad mayor que al
resto de competidores. Los rituales que se emplean para inclinar la
balanza del
azar son de sobra conocidos y muy practicados y generalmente
inofensivos.
El
esfuerzo de la ciencia por arrinconar al azar y a las sombras que lo
acompañan ha sido notable. A mí me llamó la atención cuando viví en
Inglaterra la resistencia de los anglosajones a aceptar que los
accidentes –domésticos, de coche,
de aviones- eran fortuitos y por lo tanto explicables por el simple
azar. Investigándolos a fondo vieron que en la mayor
parte de los casos en un accidente había unas relaciones causales
identificables y que se podrían haber prevenido en muchos casos. En
casos con
estos ha sido muy beneficioso para todos echar luz sobre estos dramas
para
comprenderlos y prevenirlos. Gracias a esto, por ejemplo, los aviones
se caen menos y van
disminuyendo los muertos en accidentes de tráfico o hay menos problemas
con las anestesias quirúrgicas.
Cuanto
más complejos son los sistemas más difícil lo tiene la ciencia para arrojar
luz. Y no hay sistema más complejo que la propia vida. Imaginen lo que se
complican las cosas cuando se trata de aplicar un modelo probabilístico basado
en un montón de observaciones a un accidente vital. Un buen ejemplo es tratar
de responder en una consulta médica a la pregunta “¿Por qué me tengo que morir
yo de cáncer con 35 años?” Apelar a la suerte o a la existencia de seres y
fuerzas sobrenaturales es el camino más corto para obtener una respuesta que siempre
será insatisfactoria. El reverso de la moneda para un envite así tiene otra palabra a su altura: milagro. La probabilidad es
como una nube siempre encima de nuestras cabezas: cada tanto se condensa y o te
cae el maná o te llueven chuzos de punta. Es difícil de asumir que tu destino
próximo depende de un mal día de una ADN polimerasa en una célula madre que se
estaba dividiendo y que tropezó en un nucleótido que nadie vio. Y esto le puede ocurrir al que nunca fumó, se mantuvo a dieta,
hizo ejercicio regular, iba a misa los domingos y se mantuvo fiel a su esposa.
Cuando al azar se le desnuda de cualquier componente ético se queda
insufriblemente desnudo: no hay nada más difícil de digerir que la pura mala
suerte: el último término para el que no hay ya ningún consuelo más que el del
punto final.
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